--Habrá que esperar —pensó mientras oía el quejoso golpear del agua en el casco oxidado del barco. Pensó que ya debía ser pasado el mediodía por como picaba el sol, o sea que hacía cinco horas que estaba oyendo el golpeteo del agua, pero sabía que podía seguir así el resto del día, y la noche, y no aparecería nadie. Estaba solo en el río, el motor muerto. Varado hasta quién sabe cuándo.
Calculó sus provisiones: un pedazo de queso, salame duro que usaba de carnada y galletas. Por suerte, mate. De lejos llegaba un leve aroma de caña de ambar.
Con calma isleña, el hombre acomodó sus provisiones dentro del bolso, revisó por cuarta vez el motor, comprobó por cuarta vez que ya no andaría nunca más.
Encendió un cigarrillo y se recostó en el fondo del barco. Una garza cruzó volando sobre el río. El hombre sonrió.
--Habrá que esperar –pensó.
SONIA BERNADES
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