El cielo quieto, puesto, celeste, ahí, silencioso, masacote. El cielo qué celeste el cielo que nos miraba a todos, a todos los que lo estábamos sintiéndolo, al cielo. Todos ahí abajo sin saber por qué, escuchando el mismo grito de esos pájaros que parecían locos, desaforados, a quién le gritaban, esos pájaros, digo a quién?
Plantas salvajes, ámbares largando ese perfume groso, a quién?
Juncos recién venidos porque algún limo se obstinó en ponerse junto a otro. Y se puso uno, y se puso otro, y más más más y el junco vino. Obstinada la vida.
Y los camalotes, que también se juntan y navegan porque sí nomás, vuelta, vueltita, danza, dancita, pal sol, seguro que para él hacen esas piruetas amorosas.
El cielo que nos tenía a todos.
Y vimos venir a la garza boyando suave tan suave como parte del agua. La garza venía a la deriva, lenta, con su cogote flojo flojito, laxo colgaba su cogote. Su boca entreabierta, en blanco sus ojos. Cómo serían sus ojos? El pico duro porque era duro. Sus plumas con las puntitas desprolijas. Sueltas sus patas naranjas.
La garza se dejaba llevar.
El agua estaba serena, quieta estaba el agua, buena, tierna, pura.
En esa profundidad apenas, las patitas casi tocaban el barro. Su cuerpo flotaba tan suave. No pensaba en nada, sentía ese bienestar que da la vida, ese andar por andar nomás.
Ese inmenso cielo, el celeste, se le pegaría a su cuerpo.
Se unirían los colores, los rostros, los sabores, las voces, los cantos.
Tantas miradas se unirían en ese punto infinito, punto hueco que deja pasar de esto a lo otro.
La garza andaba suave, sin pensar la garza.
Celeste como el cielo, concentrando todos los colores de la vida.
Los de sus vuelos rasantes, los de sus noches largas de frío, largas de esperas, vacías las noches.
Los colores de sus amores idos, de las turbulencias de sudestadas que le llenaban el río.
Los colores de esas mañanas brillantes azul de escarchas, hielo sobre el suelo, hielo en las hojas más altas, hielito helado que le encantaba. El frío le gustaba tanto, le ponía poder. Con su cuerpo caliente salía a volar a pura fuerza contra el frío plano. Qué lindo era ese frío de escarcha que prometía pleno el sol, diáfano el cielo.
El color de los peces la hacían reir.
Y los vientos del oeste, esos temidos, vientos breves pero tan potentes.
-Te acordás de esos vientos que nos metían dentro de los troncos del monte? Cómo nos bamboleaban esos poderosos oestes que nos hacían perder el río. Y vos me decías – se lo tragan pero después vuelve –
La garcita compactaba en su cuerpo todos los colores o era el cielo que lo hacía?
El rojo rojo de su propio nacimiento que no olvidaría, ese nacimiento que la movió a tanto. Cuánto prometía la vida, eterna nos parecía la vida.
El amarillo de sus pichones idos, partidos rotos sus pichones, devorados por temporales, arrancados por bestias fauces. Porqué siempre uno se come al otro, qué idea tan loca trocar, trocarse, para qué tanto cambio? Sus pichones le habían dolido tanto.
El naranja se le concentraba en su pico y venía del sol, ese sol
a-do-ra-do de los atardeceres en Los Bajos. Ese sol fuegazo que rompía la vida cuando se reflejaba en nubes. Cómo rompía la vida, tanto que le daban ganas de quedarse ahí para siempre, de metérsele adentro y para siempre. - Qué más …, te acordás que te decía?, qué más queremos? -
Yo pensaba, qué excitante debe ser morir, que fascinante si me tragara ese sol.
Y te quería tanto… - te acordás cómo te quería? Como ahora, igual pero ya sin ruido, escuchás? Nada nada silencio shhh.
El amor había sido una bendición del cielo, de ese cielo que nos miraba. El amor nos había hecho buenos, mansos. Lo llevábamos en el pecho.
Una vez te había dicho, quién sos vos y quién soy yo, cuál es que va, cuál es que viene? Y vos me contestaste, - no te das cuenta que el amor no empieza ni termina, el amor ES -
Todos te veíamos garcita nuestra, te veíamos dejarte a la deriva. Nos mirabas sin vernos o es que nos veías como nunca lo habías hecho?
No pensabas en nada.
Seguro que buscabas el sol de ese atardecer, de esos que te tentaban a meterte adentro y ya está.
El sol te llamaba.
El junco que estaba en silencio tenía absorta su mirada en ella.
Se inclinó hacia el agua y la movió hacia sí con fuerza una y otra vez. Metió sus flores en el agua y remó hacia sí, movió movió el agua. La atrajo. Él se inclinó y con suavidad la rodeó, como un brazo amoroso la rodeó. Con sus flores le acarició el rostro, le sopló despacito en los ojos, que ya estaban entornados. Le dijo bellezas.
Tomó su cuerpo ya sin peso.
El junco contuvo a la garcita en su seno.
– Ya es hora, amor mío. Yo soy feliz en tu liviandad, te tengo toda en mí, yo soy vos como el sol, el cielo y el agua -, que se habían unido entonces.
El rojo tremendo del sol fuego se había convertido en gris de a poco. El río naranja del sol se había pegado al cielo y no se sabía dónde empezaban, donde terminaban.
El color estaba ya sin color, todo era Uno. El fresco era suave. El aroma a ambar estaba sin estar. Ningún pájaro volvió a cantar.
El silencio le traía todos los cantos de la vida.
- Estaré bien. Te extrañaré a veces, pero será porque te me estarás saliendo de adentro. Éste es tu camino, ahora lo sé. Lo conozco, lo ví y lo transitaré. No importa que por un tiempo andemos por otros sitios, hablando otras palabras -
- Qué va, estaré bien, sabré disfrutar del tiempo que queda, sabré entender lo necesario, aceptar lo dado. Me dejaré llevar así como me enseñaste, a la deriva. Que el agua te lleve adonde deba ser. Yo estaré bien y te querré. Olvidarte? No sentirte? No tenerte?
Ya somos Uno garcita mía. Andá nomás –
El sol es agua, y el agua es verde, el verde de la vida, humo.
Guillermina Weil